jueves, 26 de noviembre de 2009

Capítulo 4

Capítulo 4

- ¿Qué estás haciendo? –preguntó furioso Osamu.

- Yo… -Ken no acertaba a dar una respuesta que le excusase, así que se limitó a sonreír y extender la mano, en la que aquel aparato que Wormmon había denominado como Dispositivo Digital había cesado en su actividad y ya no brillaba.

Pero los ojos de su hermano no expresaban ningún sentimiento de alegría ni comprensión. Estaba más que enfadado. Odiaba la posibilidad de que alguien pudiese llegar a ser superior a él, y el hecho de que su hermano pequeño hubiese cogido el dispositivo de su cajón y, lo que es más, lo hubiese activado, lo enfurecía realmente. Estaba completamente fuera de sí.

- ¿¡QUE QUÉ ESTÁS HACIENDO!? –repitió de nuevo, esta vez gritando.

Pero antes de que el pequeño, que estaba de rodillas en el suelo pudiese siquiera intentar dar una mínima respuesta, el puño de su hermano voló en dirección hacia la cara del niño de ocho años. La reacción fue completamente desproporcionada en comparación con el hecho que acababa de suceder. Mas Osamu, a la vez que genio, era terrible en sus represalias.

Ken comenzó a llorar. Era la primera vez que recibía un golpe tan fuerte. No tenía idea alguna de por qué su hermano le había pegado, y aquel golpe le sorprendió, en ningún momento se pudo esperar que la reacción de su hermano ante la noticia del supuesto uso indebido de su dispositivo culminase en una agresión física. Las lágrimas escapaban como cascadas de sus ojos y hacían brillar su suave y blanca tez, que ahora permanecía húmeda. Cuando sintió que el dolor que recorría la parte derecha de su cara cesaba paulatinamente, comenzó a sentir algo peor. Odio y rabia.

Ken pensaba que podría volver a reconciliarse con su hermano, esperando que recuperase la cordura y fuese hacia él para pedirle perdón, abrazarle y que todo volviese a la normalidad. Pero se quedó paralizado cuando vio que lo que hacía su hermano no era otra cosa que agacharse a coger el dispositivo, que había salido despedido de su mano a causa de la fuerte puñada. Lo metió de nuevo en su cajón, antes de volverse de nuevo hacia Ken y mirarle por encima del hombro, con una clara tesitura de desprecio y cara inexpresiva, propiciada básicamente porque la luz del atardecer de Tokio que entraba por la ventana se reflejaba en las lentes de Osamu, lo que no permitía ver sus ojos.

- Es de personas horribles coger algo del escritorio de los demás, -dijo impasible Osamu – no vuelvas a hacerlo, o será peor para ti.

Ken asintió en silencio. Su triste mirada no quería cruzarse con la de Osamu, quien lo miraba fijamente en busca de una explicación convincente para poder perdonarlo. En el fondo, quería a su hermano.

A cada momento que pasaba, se sentía más arrepentido. “Cálmate, Osamu”, pensó, “¡es tu hermano! ¿Cómo puedes hacerle eso?” Su expresión autoritaria se tornó en cariño fraternal, tal y como siempre solía ser la actitud de los dos pequeños niños.

- Ken… - murmuró Osamu.

- Déjame.

- Ken… por favor… perdóname… no quería hacerlo… - la voz del mayor de los hermanos denotaba un tono afligido.

- Lárgate de aquí –dijo Ken sin molestarse ni siquiera en mirarlo.

Osamu no puso oposición al deseo de su hermano pequeño y salió, cabizbajo, por la puerta de su habitación. Vagaba sin ganas hacia el salón por el largo pasillo distribuidor que daba a todas las estancias de la casa. Cuando se disponía a alcanzar el pomo de la puerta, de repente ésta se abrió. Apareció la silueta de su madre, preocupada por los gritos y los lloros que minutos atrás provenían de la habitación.

Tomoko Ichijouji apartó a Osamu, su hijo predilecto, de un manotazo para salir corriendo hacia la alcoba de los niños, donde Ken reposaba, sentado en su silla, mirando por el ventanal desde el cual se podía ver una bonita vista de la zona de Odaiba. En ese momento no sentía nada más que odio irracional hacia su hermano mayor.

- Ojalá él no estuviera… - murmuraba el pequeño entre dientes – ojalá él no estuviera… ojalá él no estuviera…

La preocupada madre del chiquillo se arrodilló, le miró a los ojos y le acarició la mejilla, que aún estaba rociada de lágrimas, enrojecida e hinchada tras el golpe.

- ¿Qué te ha pasado, Ken? – preguntó apenada la señora Ichijouji.

- Nada, mamá – repuso secamente Ken.

- Ven conmigo, te curaré eso…

Tomoko Ichijouji se llevó a su hijo Ken en brazos hacia la cocina, donde disponía de un botiquín. Sentó al pequeño en la mesa y cogió algo de pomada para aliviar el enrojecimiento de su cara. El jovencito de ocho años sonrió en acto de agradecimiento y, con un salto, bajó de la mesa y salió disparado de nuevo hacia su habitación.

Osamu, quien miraba escondido tras el marco de la puerta, fue divisado por la mirada inquisitoria de su madre, que dejó el botiquín abierto en la mesa y corrió a por el chaval.

- ¿Qué le has hecho a Ken, imbécil? – Tomoko daba por hecho que había sido Osamu quien había ocasionado la pelea.

- Perdona, mamá…

Pero a la señora Ichijouji no le valían excusas para perdonar tan gratuitamente ese tipo de acciones. Ella no permitía que en su casa hubiesen peleas, y mucho menos entre sus hijos. Sin dejarle tiempo a explicarse, le propinó una cachetada a Osamu, quien volvió su cara y bajó resignado la cabeza.

- ¿Cómo te atreves? ¿¡No ves que tiene ocho años!? – gritaba la señora Ichijouji

- Mamá…

- ¡Cállate! ¡Ahora mismo, baja a comprar al supermercado y llévate a Ken! Y si cuando volváis no habéis hecho las paces, vais a arrepentiros de haberos peleado… - dijo ella, firme en sus órdenes.

El primogénito de la familia Ichijouji salió de la cocina en dirección a su habitación, donde se encontró de nuevo a su pequeño hermano sentado en aquella pequeña silla que apuntaba hacia las alturas de la capital nipona.

- Ken… - comenzó suavemente Osamu – levanta. Mamá nos ha mandado ir a comprar.

- Vale.

El pequeño parecía estar convencido de su propia ira contra Osamu, y no iba a permitir que con varias palabras vacías volviese a convencerlo para que la situación siguiese con su tónica habitual. Había llegado a un límite y no estaba dispuesto a dar marcha atrás. Ken estaba realmente harto de que su hermano mayor le tratase como a una mascota, que pagase sus enfados con él, que la gente lo tomase a él como “el hijo de los Ichijouji” sin pararse a pensar en que había también otro hijo que necesitaba de atención. Una atención que le era negada por la sociedad. Veía como su hermano, por el mero hecho de ser un genio, era adulado por todos, mientras que él era poco menos que un segundo plato que nadie quería tomar. Apenas recordaba alguna ocasión en la que un conocido de la familia se hubiese detenido a saludar al chiquillo, y las pocas veces que lo hacían era de una manera un tanto hipócrita, como si quisieran cumplir con el chiquillo y olvidarse una vez más de su existencia.

Osamu le sacó de su meditación hostil con un leve tirón de brazo, indicándole que debían salir de la habitación para cumplir con el recado de su madre.

Cuando ya habían salido del edificio, Osamu cogió tímidamente la mano de su hermano, quien hizo un amago de rechazar el gesto, pero finalmente tomó la palma de su hermano en pos de ver lo que quería comunicarle.

- Ken… quería decirte… - Osamu parecía algo perdido – que siento… lo de antes… no quería hacerlo… de verdad… lo siento…

- No pasa nada. – Ken no parecía estar muy seguro de lo que acababa de decir.

- En realidad… lo siento mucho, de veras… te prometo que no volverá a pasar… en fin, Ken… yo… te quiero, Ken.

El niño, que escuchaba atentamente las palabras que recitaba torpemente su hermano mayor y, en ese momento, guía, se enterneció a cada momento que pasaba cogido de la mano de Osamu. Finalmente, los dos hermanos llegaron a la salida del parque por donde habían estado paseando durante escasos minutos y se miraron a los ojos.

- Te perdono, Osamu… - dijo, seguro de sus palabras, el pequeño.

- Gracias, Ken… - respondió sonriente Osamu – te quiero mucho.

- Y yo… yo también te quiero.

Los dos realmente ansiaban que llegase ese momento. Una vez calmados los ánimos después de la pelea que había tenido lugar esa misma tarde, los dos hermanos se pararon a pensar unos momentos en los hechos. Mientras Ken estaba meditabundo y sumido en su sensación de odio, rabia e impotencia, Osamu se encontraba totalmente arrepentido de lo que había hecho, y de manera algo cobarde, se escondía tras el marco de la puerta del salón. Pero ya parecían haberse aclarado las disputas en la salida de aquel pequeño parque donde a veces bajaban a pasear los Ichijoji. Ken y Osamu se fundieron en un caluroso abrazo fraternal y se dispusieron a reanudar la marcha. Tomaron el camino de la derecha, y cuando llegaron a un paso de peatones tras el cual se situaba el supermercado al que debían ir, se detuvieron.

- Oye, Ken, ¿me haces un favor? – preguntó Osamu, con una sonrisa en la boca.

- El que tú quieras, hermano – dijo Ken devolviendo el gesto.

Osamu le puso una mano en el pecho en señal de parada, guiñó un ojo con complicidad y, antes de darse la vuelta, dijo:

- Espérame aquí mientras voy a comprar… aún eres demasiado pequeño como para cruzar la calle solo, ¿eh?

Antes de que el niño pudiese mediar palabra y responder amablemente como era común en él, Osamu se dirigió, cruzando el paso de cebra, a la otra acera, donde el supermercado lo esperaba. Ken se percató de que el semáforo estaba aún prohibiendo el paso de los viandantes y se abrió paso a pequeños empujones entre los hombres de negocios y oficinistas en su hora de descanso que se agolpaban en el bordillo colindante con la calzada en espera del momento para pasar al otro lado. Ninguno de ellos se dio cuenta del peligro que corría Osamu Ichijouji.

- ¡HERMANO! – gritó desesperadamente Ken - ¡ESTÁ EN ROJO!

Pero antes de que Osamu pudiese ni siquiera darse la vuelta, un Nissan Skyline plateado, que iba a más velocidad de la permitida en un tranquilo casco urbano como solía ser el de Odaiba, no tuvo el tiempo necesario para dar un frenazo de emergencia al atisbar al joven de once años y lo embistió ferozmente.

El chaval salió despedido unos diez metros y cayó de bruces al asfalto. Todos los hombres que habían sido testigo de aquel fatal accidente corrieron a ayudarle. No había nadie en la acera que no se hubiese acercado a intentar socorrer al hombrecito. “¡Llamen a una ambulancia!”, decían unos, mientras que otros chillaban sobrecogidos por la situación, al ver cómo brotaba la sangre de la cabeza del joven, quien había sufrido un escalofriante golpe. Todas las personas estaban alrededor suya. Menos un niño de ocho años que estaba completamente paralizado, estupefacto por la espantosa escena que acababa de presenciar.

Unos momentos más tarde aparecieron en medio de aquel revuelo un par de agentes de la policía metropolitana de Tokio, pidiéndoles a los ciudadanos que se marchasen para poder tratar de solucionar aquella terrible situación. Uno de los guardias se acercó al chiquillo que permanecía quieto cual estatua, totalmente inmovilizado por el impacto de la situación.

- Chaval, vete de aquí, ¡corre! – le ordenó el hombre de unos cuarenta años.

Finalmente Ken volvió en sí mismo y empezó a llorar desamparado.

- Mi… mi… mi… her… ma… no… - decía entre sollozos, ya que lógicamente no podía articular apenas palabras – mi… ¡MI HERMANO! ¡MI HERMANOOOOOOOOO!

- ¿Es tu hermano? Dios santo… hijo mío, lo siento mucho… hemos llamado a una ambulancia – dijo mientras veía a su compañero dándole órdenes al interlocutor que le escuchaba al otro lado del móvil que sostenía con la mano izquierda – tranquilo, todo va a salir bien.

- ¡OSAMU!

Ken estaba sumido en un profundo estado de shock. No podía creerse lo que había pasado. Su hermano había sido atropellado por un coche. Gritaba, lloraba y pataleaba como llevado por una energía que jamás había tenido. Observó como llegaba la ambulancia a toda velocidad por una calle perpendicular. Dos hombres bajaron de la furgoneta a toda velocidad con una camilla. Uno de ellos sujetó las pupilas de Osamu mientras el otro hacía movimientos pendulares con una linterna encendida. Ken no entendía nada, pero se figuró la peor de las desgracias cuando el enfermero que sostenía la linterna la apagó y le dio la orden al otro de coger en la camilla a toda prisa.

- Vamos, chico… - dijo compasivo el policía – te llevaremos a casa.

La última imagen que tuvo de aquella escena fue ver cómo la ambulancia se llevaba a su hermano.